Desde luego que existen todo tipo de hombres en este mundo, lo cual sería imposible clasificar completamente, teniendo en cuenta que existe tal diversidad como posibilidades se nos abren a lo largo de nuestra vida. Pero también es cierto, que toda clasificación siempre se puede simplificar en dos bandos, los cuales a groso modo podríamos aventurar en estos términos como aquellos que asumen riesgos y los que no.
No es momento para tibiezas, sobre todo en una época donde se reclama indudablemente posicionarse en un extremo u otro. Lo cierto es que una gran mayoría no desea tomar posiciones en un asunto tan grave como es la supervivencia de la humanidad como la hemos conocido hasta nuestros días. Por defecto, todas esas personas serán de un modo u otro empujadas en algún momento de esta transición a un bando u otro. En tesituras de este tipo, en mi opinión, es mejor al menos haber decidido donde quieres estar, antes de que elijan por ti las circunstancias. Pero es sin duda la cobardía, lo que apremia en la actualidad entre los seres humanos. Y saben abiertamente que escoger significa renunciar. Teniendo en cuenta que nadie quiere perder, se intentan mantener discretamente en una posición que les parece neutral, pero que en definitiva ya han escogido sin saberlo.
Cuando en una situación de conflicto, tú escoges mirar hacia otro lado para no tomar partido ante las injusticias, ya has determinado inevitablemente tu destino hacia una forma de actuar que negligentemente omite la ayuda hacia el bien y la justicia. No se puede estar al margen cuando somos testigos de una serie de conductas que tarde o temprano nos acabarán salpicando. Lo que nos lleva a reflexionar sobre las anécdotas de aquellos hombres que cerraban sus persianas al escuchar los gritos de auxilio de los que arrastraban desde sus casas, hasta que llegó el día en esos mismos lamentos salieron de sus gargantas cuando tocaron a sus puertas.
El desconocimiento de una ley no te exime de su cumplimiento. Por la misma razón, nuestro deber es conocer y reflexionar sobre aquellas normas que nos afectan a todos, muchas de las cuales, en la actualidad, necesitan de la colaboración de los ciudadanos para su cumplimiento. Lo que me lleva a la crítica que estoy haciendo, al hacer participes directos de unas reglas impuestas que por desidia aplicamos enérgicamente en nuestros vecinos, señalando como auténticos policías de la moral a todo aquel que no las cumpla, sin aplicar ningún tipo de exoneración, y arriesgando ya no solo tu propia vida, sino la de todos aquellos con los que convives.
No me vale en este caso la excusa de la ignorancia, la desidia o la pereza. Hemos decidido sacrificar nuestras almas por la obediencia ciega a unos poderes que lejos de querer y buscar nuestro bien, han dejado más que evidenciado su intención de destruir todo aquello que siglos de experiencia, bajo la prueba de acierto y error nos habían llevado tan lejos. Y la única excusa que se ha planteado para tamaña ignominia ha sido la protección de nuestras vidas. Lo cual me lleva a preguntar, si deseamos vivir en un mundo en el que todo vale con tal de sobrevivir. Pues si en esta sociedad utópica en la que pretenden someternos a golpe de hoz y martillo, solo caben aquellos que están dispuestos a perder su dignidad por unas migajas, que a la postre, deben ganarse como el mono de feria o las bestias de un circo. Es probable que muchos de nosotros no estemos dispuestos a caminar por la cuerda floja para gusto y disfrute de unos espectadores de palco.
La libertad nos da un raro privilegio que solo unos pocos conocemos, y es que cuando no nos interesa un lugar, nos damos media vuelta y os dejamos solos con vuestras fábulas. Los creadores sabemos construir mundos desde la nada, pero los parásitos ya se sabe. Lo cierto es que cuando vuestro castillo de naipes se hunda, que lo hará, no estaremos allí para volver a levantarlo.