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El tiempo perdido

En la mayoría de los casos nos obcecamos por intentar mantener una coherencia entre nuestro pasado y las conclusiones a las que hemos llegado en el presente que vivimos. Pero si hemos de ser honestos, son muchas la ocasiones en las que las decisiones que hemos tomado son basadas en la aleatoriedad de los acontecimientos, más que a premisas basadas en nuestros valores más profundos. Es cierto que la dinámica de nuestra personalidad marca un patrón de conductas que podría definirse como constante, pero no podemos achacar cada punto del recorrido a las directrices marcadas por nuestra voluntad. Somos en definitiva lo más parecido a un corcho flotando expuesto en una tormenta, más que un roble recio que se levanta impertérrito ante un clima que pretende vencerlo. La imagen, por mucho que nos seduzca, no se acerca en cualquier caso, ni siquiera a la primera de ellas.

Ante tamaña desidia, no es extraño por tanto encontrar en la lectura ese ancla entre la realidad y nuestra consciencia, que nos permite agarrarnos de alguna forma, a esa idea innata en el ser humano, de encontrar en el tiempo un hilo de Ariadna que nos permita salir del laberinto, haciendo que los libros sean esa consecuencia que nos aísle de la agresividad de una existencia, que se niega a desvelar su original naturaleza, por mucho que el alma pertenezca en su totalidad al universo del que no para de ocultarse.

Podríamos afirmar entonces que la verdadera capacidad del ser humano es la de crear, pues entre toda esta innegable plétora de acontecimientos que se concatenan, asumimos en nuestra simplicidad que parte de esa creatividad viene dada por la posibilidad de generar mundos a través de la nada. Es probable que sea esta la capacidad que más nos acerca a Dios, si es que se cumple la máxima de que fuimos creados a su imagen y semejanza. Pues cada individuo, fuera de todo espacio y tiempo, es capaz de forma inmediata, de generar un mundo de infinitos detalles, que sólo tiene como límites la propia imaginación y su capacidad para desarrollarla.

Estoy completamente de acuerdo en la hipótesis de que únicamente la verdad es infinita en detalles. Pero en contraposición, solo la imaginación es capaz de crear infinitos detalles desde la nada. De ahí que encontremos en la literatura ese bálsamo que nos permite reconducir el potencial para que fuimos creados, vislumbrado de este modo una realidad que no limita, sino acentúa aquello para lo que fuimos dotados.

Es probable que demos por hecho que viene implícito en la lectura el percibir como nuestros una serie de acontecimientos que en ese mismo instante desconocíamos. En la mayoría de los casos, delegamos parte de esas magia a la pericia del autor, al cual no pretendo quitar mérito a la hora de crear tal o cual obra literaria. Lo que no podemos negar del mismo modo es que por mucho que reconozcamos las cualidades del escritor, en ninguno de los casos, dos lectores son capaces de imaginar unos mismos personajes y escenarios, por mucho que nos faciliten detalles sobre los mismos. Ahí tenemos las obras de Charles Dickens o Víctor Hugo, donde se extienden páginas enteras con adjetivos y adverbios, pero que en ningún aspecto llegamos a concebir de la misma forma incluso si llegamos a volver a leerlos después de un tiempo.

Se nos ha regalado un don a cada persona para que lo utilicemos de la forma más apropiada según nos convenga. Tal vez nos encontremos atrapados en un espacio y tiempo limitados en libre albedrío, pero es en los universos creados desde la imaginación donde podemos plegar las reglas que nos confinan para llegar a ser mucho más que libres.

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