Se
tiene conocimiento del primer laberinto construido por la mano del
hombre en el siglo XIX a.C. en Egipto, el cual representaba el paso
por el inframundo. Posteriormente se han datado laberintos en la
iconografía budista, en la que representan sendas intrincadas hacia
la iluminación. Pero el laberinto arquetípico de la cultura europea
es según el mito griego el construido por Dédalo para Minos, rey de
Creta. Este laberinto es
un enredo desorientador de caminos en los
cuales puede perderse el incauto, pero que sin embargo realiza un
camino directamente hacia el centro. En este mito griego, el
Minotauro acecha en las profundidades del laberinto, devorando a
jóvenes y doncellas que se le ofrecen en sacrificio. En esta
historia, el héroe Teseo termina por encontrar el camino que lo
lleva hasta el centro del laberinto, dando muerte al monstruo,
consiguiendo posteriormente encontrar el camino de regreso al
exterior mediante un hilo de oro que había ido desenrollando al
entrar. En este mito del laberinto, se hace mención de forma
simbólica al viaje iniciático al interior en búsqueda del centro,
para luego, a través de una serie de pruebas, adquirir y desarrollar
una serie de cualidades personales. De este modo se asocia el
laberinto con el progreso espiritual y el descubrimiento del propio
ser. El camino que se torna complejo y serpenteante en su forma,
representa el orden para aquellos que son capaces de comprender,
generando la confusión para los no iniciados.
A
diferencia de la mayoría de arquitectura sagrada, el laberinto posee
casi todo su poder en el nivel inferior. Restos arqueológicos
hallados en Creta parecen indicar que el laberinto del mito griego
pudo haber estado en el palacio de Minos en Cnosos, en el que la sala
del trono era como una caverna sagrada, donde el palacio podría
haber tenido una sección solar superior consagrada a la vida,
mientras que una sección lunar inferior estaría consagrada a la
muerte. Reflejando de esta forma el concepto hermético de que el más
allá era mucho más importante que la vida. Se trata por tanto de un
eco del laberinto egipcio, que bajo una zona de culto accesible, se
encontraba una región subterránea de tumbas donde se realizaban
toda suerte de ceremonias y ritos de carácter místico y religioso,
los cuales eran ocultos para los profanos, dejando exclusivamente su
conocimiento para los iniciados.
La
sensación de movimiento al encontrar el camino a través del
laberinto es similar en muchos aspectos al movimiento en espiral de
ciertas danzas sagradas como las realizadas por los Mevleví o
Derviches giradores de la orden fundada por el poeta sufí Jalal
al-Din Muhammad Rumi. Estos movimientos se relacionan con ciertos
estados transitorios de conciencia que se identifican con el
verdadero camino realizado por el peregrino, que culmina con su
encuentro con lo divino.
La
idea del laberinto en espiral que se retuerce sobre sí mismo, ha
originado innumerables imágenes del movimiento en dos sentidos.
Aquellos que van tras la dirección de la verdad en una dirección,
la cual se encuentra con su contrario donde llegan mensajeros
divinos. El conocimiento hermético mantiene la idea de que el final
de este camino iniciático es asimismo un comienzo, que solo puede
tener como objetivo la salida de este mundo de apariencias. De este
modo, son muchas las culturas que atribuyen un significado espiritual
a las danzas giratorias, las cuales generan un trance o estado
alterado de conciencia que ha modo de vórtice puede facilitar una
percepción externa de este mundo.
La
idea por tanto de la expansión de la conciencia evocada por la
ascensión espiral puede verse de forma lineal durante toda la
historia del pensamiento místico, lo que hace que sea tan evidente
su repetición simbólica en la mayoría de templos y arquitecturas
sagradas por todo el planeta.