Durante el primer cuarto del
siglo XX, comienza a ser patente un entusiasmo en Europa donde se
respira una alegría con la que los servidores de la actividad
intelectual, en contradicción con su vocación milenaria, desprecian
el sentimiento de lo universal y glorifican los particularismos. Los
eruditos de esta época
abandonan la preocupación por los valores
inmutables, para poner todo su talento y todo su prestigio al
servicio del espíritu local, exhortando a los pueblos a adorarse así
mismos, y enfrentando unas naciones contra otras por su lengua, su
arte, su filosofía o su cultura.
Esta transmutación viene a ser
el detonante de la era moderna, con su contribución insustituible y
fatídica a la historia moral de la humanidad. La cultura es el
ámbito en el que se desarrolla la actividad espiritual y creadora
del hombre. Esta nueva interpretación de mi cultura es un
vivo legado del concepto Volksgeist del romanticismo alemán,
lo cual viene a exacerbar el sentimiento nacional de un modo
vehemente y emotivo, lo que viene a quitar racionalidad al mismo.
Este pensamiento solipsista quiere demostrar que los hechos son
normas ideales que poseen una génesis y un contexto. Remitiendo con
esta tesis que los conceptos del Bien, la Verdad o la Belleza,
dependen del origen local, proclamándose que no existe nada
absoluto, y que sólo hay valores regionales y principios adquiridos.