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Discurso o acción

Cuando dedicamos parte de nuestra vida al estudio, corremos el riesgo de errar al tomar una actitud que podríamos definir como activa, pero que en definitiva se aleja mucho de cualquier acción física, pues la distancia que existe entre la realidad de la calle contra el discurso de las aulas, es tan grande, que nos puede llevar a crear en nuestra mente un universo que nada tiene que ver con el mundo en el que vivimos.

Si algo tiene de necesario el aprendizaje, es para llevar ese conocimiento a la práctica. Si nos dedicamos exclusivamente a teorizar sobre aspectos de la vida, sin la iniciativa para tomar riesgos, llevando a cabo proyectos que significan asumir las consecuencias de aciertos o fracasos, no estamos más que imaginando mundos irreales que en el caso más benigno, solo nos afectarán implícitamente a nosotros, mientras que en cuestiones mucho más concluyentes, donde nuestros actos e investigaciones juegan un riguroso papel de importancia en las vida de otras personas, podemos estar incurriendo en una actitud que acabaría por verse reflejada de forma negativa en las relaciones de aquellos con los que estamos en contacto. Lo cierto es que se puede presumir que en estos casos, las consecuencias más dañinas, acaban siempre formando parte directa de la responsabilidad de los afectados, mientras que en el posible caso de que exista un beneficio, las ganancias no se suelen repartir con la misma correspondencia que en el caso contrario.

Es lógico entender que la vida necesita de un aprendizaje, el cual preferiblemente se podría acumular de una forma menos empírica, para así garantizar un aporte más seguro y fiable de conocimientos sin los riesgos, lentos, costosos y aparentes que conllevarían hacerlos de una forma directa. Pero al mismo tiempo, todo conocimiento en si mismo necesita ser interiorizado, ya sea a través de la memoria, del juego o la catarsis. En todo caso, debe asumirse que en un momento u otro, debemos estar dispuestos a saltar al agua para aprender a nadar. Toda teoría necesita de una práctica, que da pie a la maestría en su uso, o la simple aplicación corriente que nos da un simple habilidad. Lo cual, jamás llega si antes no hacemos un uso virtual de la realidad cognitiva.

Tenemos al mismo tiempo la obligación moral y ética de hacer de aquello que predicamos un conocimiento útil, que solo se identifica como tal, si antes no nos hemos podido demostrar a nosotros mismo que su habilidad es válida. La característica a priori más férrea y solida de un argumento se encuentra en sus bases. Dicho de otro modo, todo aquello que no haya sido probado en la realidad no es más que charlatanería de salón, que lejos de llegar a un lado, solo sirve para aburrir a los ratones, o llenar nuestro ego con el sonido de nuestra propia voz.

En una maquinaría actual de engranajes que no paran de forma sistemática en variar dentro de unas relaciones sociales que construyen de forma más dinámica que nunca la historia unos nuevos caminos jamás investigados por el hombre, no podemos más que asumir que debemos estar dispuestos a soltar lastre a cada paso dejando nuestros prejuicios, y andando por un mundo que se nos abre lleno de infinitas oportunidades, en las que los libros de historia, no pueden más que darnos un enfoque cortoplacista del instante que está por llegar. Es por tanto el momento de levantarnos de nuestros sillones, en los que eruditos llevan postrados decenas de años, para comenzar a experimentar una realidad que nada tiene que ver con nuestro pasado, pero que indudablemente nos debe hacer consciente de donde venimos. Nuestras vidas están fuera de los despachos, esperando ser vividas, disfrutadas, lloradas y finalizadas, pero a las que no podemos renunciar incluso antes de haber empezado a vivirlas.


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