Tanto el relativismo moral
como el fanatismo son dos tipos de pensamiento que nada tienen
de positivos y constructivos en una sociedad sana, aunque son
inevitables, pues como en toda comunidad plural, existe siempre el
riesgo de este tipo de extremismos que perjudican e intoxican el
desarrollo de ideas que no sean polarizadas. La tragedia del
relativismo moral, el cual a
priori nos podría parecer bastante
tolerante, es que asume como verdaderos los extremos de una misma
expresión, cuando a última instancia, conocemos perfectamente que
la realidad depende de la mayor cantidad de puntos de vista, que sólo
se acerca a la misma cuando todas so contrastadas bajo el ojo crítico
para generar una idea basada en las distintas perspectivas, pero que
reconoce a ciencia cierta, que esta sigue siendo una aproximación un
poco más sutil sobre la realidad existente, la cual no podrá jamás
ser abarcada en su totalidad al ser infinita. Entendemos por tanto
que la verdad es infinita pero única, y no puede ser jamás
diferente para cada uno. Únicamente se trata de una visión
individual. En el contexto social, que es lo que nos interesa, la
verdad debe ser una aproximación consensuada de las partes pero que
admite la mejor garantía para ambas. Nunca podrán existir y
cohabitar dos verdades que sean antagónicas, porque desarrollarían
el inevitable conflicto y por tanto el desorden.
En cuanto al fanatismo, se
podría adelantar precipitadamente que se trata de una actitud de
firmeza en las convicciones, aunque en realidad se trataría de todo
lo contrario. Toda actitud fanática denota en sí mismo una
debilidad en sus argumentos, por lo que el miedo a tener que
reconocer su error nos impide asimilar cualquier otro punto de vista,
haciendo por tanto apología de su propio discurso, haciendo hincapié
en la total aniquilación de cualquier tipo de pensamiento que sea
disidente.
Se puede acusar por tanto a la
sociedad de exceso de énfasis a la hora de proclamar o defender una
idea, o de hundirse en la simpleza y la trivialidad, haciendo de la
vida un continuo espectáculo destinado a entretenernos en nuestro
constante aburrimiento. Tanto el énfasis como la pereza distorsionan
la realidad, convirtiendo lo superfluo y anodino en una auténtica
necesidad, lo cual nos deja un vacío constante que jamás
conseguimos llenar. De ahí que entremos en una carrera constante de
énfasis, saciedad, letargo, desidia y vuelta a empezar. Es esta una
cadena que se ha erróneamente confundido con el consumismo, pero que
poco tiene que ver con los objetos, donde virtualmente se enfoca el
problema, cuando en realidad el contratiempo se produce en el sujeto.
Es de este modo como se
boicotean todas las posibilidades, que aun siendo limitadas, aportan
un sentido auténtico al ser humano, acortando la contingencia de
unos actos que nos definen como individuo, impidiendo que se
desarrolle un proceso ontológico que nos permita discernir por
nosotros mismos, aplicar los conocimientos adquiridos y ser capaces
de transmitirlos correctamente. Pues si algo aspira la libertad, es a
ser , no solamente a existir.