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La religión del consumo


El amontonamiento de riquezas en unos grandes almacenes crea un exceso de todo que resulta aplastante. Una mirada enloquecida que es guiada por una iluminación fastuosa y específicamente situada, nos embriaga con una plétora de manjares que incluso la mayor de las codicias no puede abarcar. Antes de dejarse embaucar por una selección concreta de objetos, uno se permite el lujo de soñar con todo aquello, que colocado de forma estratégica, nos obliga a desear sin posibilidad de resistirnos a su cautivador colorido y
textura. Ser consumidor significa saber que en los escaparates y centros comerciales siempre dispondrán de elementos que superarán nuestra capacidad adquisitiva. En estas catedrales de los superfluo, el deseo es el nuevo espíritu santo de esta nueva religión, que viene a inspirarnos para susurrando al oído, entremos en éxtasis cual Santa Teresa de Jesús y encontremos la paz espiritual al unirnos en cuerpo y alma al nuevo objeto adquirido. Pues si la pobreza, según Santo Tomás, y siguiendo el símil de la iconografía católica, es carecer de lo superfluo, mientras que la miseria es carecer de lo necesario; en una sociedad de consumo, carecemos forzosamente de todo, pues que hay de todo en exceso. Esta magia pueril por consumir, nos libra de las necesidades vitales del ser, para entregarnos al placer de querer lo que no se necesita, pero que podemos obtener prácticamente sin esfuerzo. La magia por tanto de los grandes almacenes estriba en la capacidad de liberarnos de las necesidades inmediatas para darnos la opción de cubrir otras necesidades más o menos pueriles, donde el único placer es el de querer lo que no se necesita. Todas estas maravillas ofrecidas no corresponden a su funcionalidad, sino al placer desmedido que cubre lo que ya desborda. Es la Tierra Prometida hecha realidad y al alcance de cualquiera, pues el lujo no es siempre obtener, sino la posibilidad de hacer realidad nuestros deseos.
Se interpreta que el consumismo es el sometimiento de los hombres a las cosas, pero se obvia con demasiada frecuencia que los mismos objetos que parecen poseernos, nos abandonan cada vez con demasiada rapidez. Vivimos en un mercantilismo de obsolescencia programada, donde la posesión de los objetos es con carácter efímero, pues su seducción es tan breve como su capacidad de funcionamiento en la mayoría de los casos. Todo sugiere inmediatez, porque el mercado, lejos de generar la sensación de protección y conservación, busca desposeernos de todo aquello que nos pueda dar sosiego, alimentando una percepción de desnudez y fragilidad, que no pueda sino ser cubierta con el nuevo modelo tecnológico, con prestaciones y lujo nunca visto. Y que sólo podría ser superado en un futuro ya programado.

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