El
concepto de Shangri-La es un recurso muy habitual por los folletos
turísticos para definir cualquier lugar del mundo que pueda parecer
una ciudad remota entre las cumbres montañosas, tanto puede ser en
el Tíbet como en las tierras altas del Perú.
Cuando se evoca el
Shangri-La, la mente nos transporta automáticamente a un lugar de
etérea belleza y difícil accesibilidad, que para el osado visitante
se le antoja lejano y exótico. Muchos de estos puntos escogidos en
el planeta por las empresas hoteleras acaban siendo paupérrimos
caseríos en los que los servicios mediocres se justifican por la
altitud.
A esta tergiversada leyenda
se le puede sumar las descripciones del botánico Joseph Rock, el
cual realizó numerosas expediciones para el National Geographic a
principios del siglo XX, donde describe en uno de sus reportajes un
valle oculto en pleno corazón del Himalaya, cuyos habitantes
confesaban tener más de ciento cincuenta años. Es probable que
dicho artículo fuera el detonante que inspirara a James Hilton a
escribir su conocida novela Horizontes Perdidos, donde describe un
utópico lugar donde sus habitantes viven en continua felicidad,
aislados del mundo y donde la longevidad es una característica que
justifica la actitud de moderación y contención de sus habitantes.
No es de extrañar que esta
misma filosofía fuera tomada por toda clase de instituciones y
movimientos políticos para alentar a las masas a una actitud de
sumisión y conformidad, que lejos de buscar el bienestar social, lo
que aspiran es a desarrollar una anestesia para el alma muy
conveniente en todo tipo de regímenes totalitarios, dictatoriales o
democráticos.